"La reproducción aventaja a lo irrepetible"



La frase que da título, de Walter Benjamin, alumbrada bajo su manto de cierto optimismo marxista es de plena vigencia en la actualidad. Chocante en un principio, no deja de tener gran parte de razón y es que ¿Qué porcentaje de nuestro conocimiento artístico de la actualidad proviene del “acontecimiento irrepetible” y cuál de la “reproducción”? Sin embargo, es necesario revolverse constante y ferozmente hacia ella, pues la pérdida de aura en la experiencia estética constituyó el primer paso hacia la banalización del arte en la que nos vemos anegados en la actualidad. En esta “sociedad del espectáculo”, por decirlo como Guy Debord, en la que delegamos nuestras vivencias hacia lo que nos ofrece la matriz audiovisual que como una enredadera nos ahoga nos hemos conformado con la vivencia del fragmento, con el simulacro diferido del sucedáneo de la copia. Y con ello hemos firmado la sentencia de muerte para crear y experimentar un arte metafísico. ¿Y merece la pena uno que no lo sea?


Por supuesto que puede ser absolutamente enriquecedor tener al alcance de un click toda la (in)formación que podamos digerir, pero como dijo George Steiner “vivimos en la época con más información y menos conocimiento” de la historia, por lo que resulta extremadamente fácil caer en el consejo de profetas de baja estofa o vernos llevados a la catatonia por el aluvión de material inclasificable que nos asalta. Sí, ahora puedo -mientras escribo esto- estar escuchando plácidamente la tan gastada novena sinfonía desde la comodidad de mi casa, pero daría un brazo por haber estado el 7 de Mayo de 1824 en Viena cuando se estrenó para poderlo vivir auráticamente y desafiar a la autoridad provocando que el genial músico alemán tuviera que saludar hasta cinco veces. Y el otro brazo por haber estado en París en 1860, con Baudelaire, cuando asistió por primera y única vez en su vida a una representación de una ópera de Wagner. Lo primero que hizo al salir fue escribir una carta al de Leipzig para decirle que aquello había sido “la experiencia musical más importante de toda su vida”. De eso, de eso es de lo que hablo, de cómo estas vivencias nos resuenan a ecos de una vida teñida de romanticismo que entre supuestos avances técnicos culturales se nos ha ido diluyendo. Por acabar con Benjamin y, no es que lo necesite, redimirlo “no hay documento de cultura, que no lo sea también de barbarie”.


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