Nada canto que no esté atestiguado



Esa misma mañana había llegado al puerto un barco beocio cargado de ánforas con lo mejor de las vides de Tanagra. Ocultos entre el resto de mercancías, hallaron media docena de pergaminos. Como bibliotecario real, a él le correspondía supervisar el proceso de copiado de los textos. Estudiaba incesantemente los botines y, si encontraba alguno especialmente de su agrado, lo recluía. Lo raptaba con la pasión de un amante y durante una noche, ante una copa de vino, lo hacía suyo. Disfrutaba del placer de ser el primero en contemplar la belleza. Si bien, no pocas veces, a lo largo de los años se sintió tentado por los celos. Él era la puerta de la literatura en Alejandría y también un reconocido poeta en la corte, ¿por qué no hacer desaparecer la prueba y, reconducidos hacia su voz, tomar algunos de esos versos como suyos?. Calímaco se vio numerosas veces entre la culpa y el afán. Esta noche tiene ante él la vida de un joven tebano. Lee y relee. Es un breve epigrama con toda la gracia del primer amor trabada entre sus palabras. No conoce el nombre del autor. Se dirige a la Biblioteca. No hay ninguna otra obra. Se siente poseedor de una verdad preciosa, pero algo le impide gritarla. Lo conserva envidioso de su lenguaje y de lo que tras él se esconde. Muchas noches se decide a escribir algo similar y, esta vez sí, quemarlo. No es capaz. Algo le detiene. Relee sus copias de la copia. Vacías. Siete años después, él muerto, encuentran entre sus papiros un pergamino. El dialecto de lo allí escrito es beocio. El nombre está tachado.





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